miércoles, 12 de marzo de 2014

No tengo nada que ocultar, ya no tengo nada más para decirte. Te di mi todo en mal momento pero lo sentí envolviéndome. Rodeándome como si fuesen tus brazos, venís desde atrás y no puedo verte. Porque no estás. Porque te lo dije desde el fondo de mi ser y no supiste ver lo que pasaba en mí. La elegiste por sobre mi y me dolió, me dolía y me siguió doliendo porque yo lo sabía. Ya lo sabía. Sabía qué pasaba, de qué te beneficiabas y vanagloriabas. De mi debilidad, de mi corazón. 
No la viste caer a esa taza, que se rompe de la manera más estúpida que existe. Se rompe porque ni la miraste, supusiste que todo estaba bien cuando comenzaba a rajarse y resquebrajarse desde su interior. Y la pateaste debajo del mueble, me figuro que con muy poco interés.
Y de repente, aunque progresivamente, quizás por acción de brisas subterráneas o terremotos suaves, la taza reapareció debajo del mueble para tu regocijo, de que la creías perdida para siempre y luego la ves decepcionado. Rota.
Ya no es la misma taza, nunca más volverá a estar en tus manos y sentir tu calor. A pesar de que ella te conoce y sabe tu historia, fue sólo que no eligió un buen día.
¿Fue una cosecha tardía o una virtud fallida de una vidente? ¿Cuál era su deber ser?
Ella fue, y sigue siendo, la inoportuna, la inesperada e indiscreta taza que se rompe luego del temblor, ante el movimiento menos brusco. Pasiva,  pero mortalmente quebrantable al superarse sus capacidades fundadoras.
La taza rajada.